Este no es un ensayo sobre lingüística, ni mucho menos, acerca de los usos del lenguaje en un contexto sociocultural. Mucho se ha escrito al respecto y sería inútil, y de una temeridad aburrida y desopilante, escribir, pretenciosamente, sobre aquello que a nadie, salvo unos pocos que viven como larvas dentro un cadáver en descomposición llamado la academia, le interesa. Así que, querido lector, aquí no hallarás elucubraciones edificantes que estimulen, a través de ampulosos y rimbombantes postulados, vuestra conciencia anémica carente del susurro de lo imaginario. Se trata, más bien, de señalar los nexos, las relaciones y los vínculos que existen entre el lenguaje y el cuerpo, esa suerte de matrimonio alquímico que obviamos, consciente o inconscientemente, en el acto comunicativo. De tal modo que mi interés se centra en develar, a través del lenguaje, ese milagro oculto en el que Dios no es más que un efluvio errante, esa magia imposible anterior a las cosas, esa potente invisibilidad que germina desde el cuerpo convirtiéndose en alegoría sonora, en musicalidad emergente, en reverbero que florece como una tenue y armoniosa tempestad.