Su nombre era Abelardo, pero le decíamos Láito, porque así le llamaban en su casa. Era un muchacho muy fuerte, físicamente bien dotado, con unos bíceps descomunales y espalda y hombros poderosos, especiales para la natación. Le encantaba ir de cacería, pescar y nadar. Mucho más fuerte que nosotros, los demás niños del barrio, frecuentemente abusaba de sus facultades y nos hacía llorar con golpes en los muslos que nos paralizaban por unos momentos mientras él reía a mandíbula batiente.